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Cuentos clásicos españoles: así eran las Navidades del pasado

“Y todo era bullicio; todo contento. Los roscos, los mantecados, el alajú, los dulces hechos por las monjas, el rosolí, el aguardiente de guindas circulaban de mano en mano… Y se hablaba de ir a la Misa del Gallo a las doce de la noche, y a los Pastores al romper el alba, y de hacer sorbete con la nieve que tapizaba el patio, y de ver el Nacimiento que habíamos puesto los muchachos en la torre…”.

Con estas palabras recordaba Pedro Antonio de Alarcón la Navidad de 1855 en La Nochebuena del poeta. Un relato que le servía de excusa para reflexionar sobre el paso del tiempo, la vida y la futilidad de nuestra existencia en el mundo. “La Nochebuena se viene, la Nochebuena se va, y nosotros nos iremos y no volveremos más”, cantaban sus personajes mientras el propio escritor se paseaba por las calles de Madrid, muy a lo Dickens en su Cuento de Navidad, por el pasado, presente y futuro de su vida.

Del delirio a las burbujas

Alarcón no sería el único en dejarnos su particular estampa navideña. Los villancicos, las luces de colores, las cenas copiosas e incluso el champán llenaron también algunos de los cuentos de algunos de nuestros más emblemáticos escritores. Mariano José de Larra, por ejemplo, sufrió su particular delirio filosófico, y navideño, en La Nochebuena de 1836. Yo y mi criado, cuando el 24 de diciembre, siguiendo la tradición de las Saturnales romanas, intercambiaba su papel con su sirviente para que este se transformara en la voz de su conciencia.

“Inventas palabras y haces de ellas sentimientos, ciencias, artes, objetos de existencia. ¡Política, gloria, saber, poder, riqueza, amistad, amor! Y cuando descubres que son palabras, blasfemas y maldices. En tanto el pobre asturiano come, bebe y duerme, y nadie le engaña, y, si no es feliz, no es desgraciado, no es al menos hombre de mundo, ni ambicioso ni elegante, ni literato ni enamorado”, le reprochaba aquel en este relato, escrito apenas dos meses antes de que el articulista se quitara la vida.

La Misa del Gallo

Y es que de paseos están llenos estos relatos, pero también de reuniones de amigos. Así, de Larra pasamos a la Nochebuena de Joaquín Dicenta, que ya en 1915 festejaba una Navidad menos diferente y, lejos de la familia tradicional, montaba una velada de almas solitarias. “Por tal causa resultaba armónico y tenía no sé qué misterioso encanto aquel grupo de hombres y mujeres –relataba el también dramaturgo–, separados ellos de sus familias, faltas ellas de las ternuras y de goces íntimos del hogar, y reunidos en el comedor de una entretenida, para formar una familia de artificio, que, al deshacerse, grabaría un recuerdo grato en la memoria de todos, sin dejarles ni el sabor acre de la ruptura, ni las tristezas del desengaño”.

Algo tiene la Navidad que inspira y alumbra estos cuentos. Emilia Pardo Bazán, por ejemplo, dedicó varios de sus relatos a la Nochebuena. Así, en Fantasía, publicada por El imparcial entre finales de 1891 y principios de 1892, la escritora gallega hacía a su protagonista deambular en medio de una gélida noche, siguiendo tal vez los pasos de Dante, entre infierno, purgatorio, limbo y cielo. “Hacía un frío siberiano y estaba tentadora para pasar las últimas horas de la noche la cerrada habitación, la camilla con su tibia faldamenta que me envuelve como ropón acolchado, y el muelle-sofá de damasco rojo, donde el cuerpo encuentra mil posturas regalonas en que digerir pacíficamente la sopa de almendra y la compota perfumada con canela en rama –así comenzaba aquel relato–. ¡Pero no asistir a la Misa del Gallo en la catedral! ¡No oír los gorgojeos del órgano mayor cuando difunde por los aires las notas, trémulas de regocijo, del Hosanna! ¡Nochebuena, y quedarse así, egoístamente, acurrucada, al amor del brasero! No puede ser; ánimo; un abrigo, guantes, calzado fuerte… A la calle en seguida”.

Y es que, si la protagonista de Pardo Bazán no podía faltar a la Misa del Gallo, tampoco el de Gustavo Adolfo Bécquer en Maese Pérez, el organista lo hará. Publicada en 1861, esta leyenda cuenta la historia de un anciano ciego que posee el don especial de tocar este instrumento, un espectáculo al que acuden fieles los feligreses. “Siempre toca bien, siempre –escribe el poeta–, pero en semejante noche como ésta es un prodigio… Él tiene una gran devoción por esta ceremonia de la Misa del Gallo, y cuando levantan la Sagrada Forma al punto y hora de las doce, que es cuando vino al mundo Nuestro Señor Jesucristo… las voces de su órgano son voces de ángeles…”.

La lotería de Navidad

Pero si el 24 de diciembre, además de número maldito, supone para Larra “montones de comestibles acumulados, risa y algazara, compra y venta, sobras por todas partes y alegría”, la crítica de este consumismo exacerbado no se escapa tampoco para Benito Pérez Galdós que en La desheredada anotaba: “Llegó la Navidad, llegaron esos días de niebla y regocijo en que Madrid parece un manicomio suelto. Los hombres son atacados de una fiebre que se manifiesta en tres modos distintos: el delirio de la gula, la calentura de la lotería y el tétanos de las propinas. Todo lo que es espiritual, moral y delicado, todo lo que es del alma, huye o se eclipsa”.

La lotería es, de hecho, otra constante en estos relatos navideños. Y es que como escribió Vicente Blasco Ibáñez en El Premio gordo en 1887, ¿quién no ha fantaseado alguna vez con ella? “Conviértete en Dios y dale a un hombre todo el talento y la fortuna posibles en este mundo. De seguro que se alegrará mucho; pero la tal alegría no será ni un trasunto pálido de lo que sentiría si por Navidad le cayesen en bolsillo 50.000 duros envueltos en un billete de lotería. Es preciso haber experimentado tal sorpresa para comprender el gozo que uno siente al encontrarse de pronto con un millón y pasar de la categoría de perdido a la de millonario, aunque nada más sea en singular. ¡Ay, amigo mío! Yo me estremezco todavía cuando recuerdo lo que experimenté al ver que era poseedor de una parte decimal del premio gordo”.

Los belenes

Pero como no hay Navidad si no se monta antes un buen belén, ya en Instinto Pardo Bazán evocaba una de estas figuras básicas de la Navidad que con “guirnaldas de chillonas flores artificiales, obra de las mismas monjas, la festoneaban –narraba en este relato entre cómico y gótico sobre un convento de religiosas–.

Sobre la mesa se alzaba el Belén. Rocas de cartón afelpadas de musgo, cumbres nevadas a fuerza de papelitos picados y deshilachado algodón, riachuelos de talco, un molino cuya rueda daba vueltas, una fuentecilla que manaba verdadera agua, y los mil accidentes del paisaje, animados por figuras: una vieja pasando un puente, sobre un pollino; un cazador apuntando a un ciervo, enhiesto sobre un monte; un elefante bajando por un sendero, seguido de una jirafa; varias mozas sacando agua de la fuente; un gallo, con sus gallinas, del mismo tamaño de las mozas, y por último, novedad sorprendente y modernista: un automóvil, que se hunde en un túnel, y vuelve a salir y a entrar a cada minuto…”.

¿Y el portal? Se preguntarán. “Especie de cueva tapizada de papel dorado –continúa la escritora el relato–, con el pesebre de plata lleno de pajuelitas de oro, y en él, de un grandor desproporcionado al resto de las figuras, el Niño echado y con la manita alzada para bendecir a unos pastores mucho más pequeños que él, que le traían, en ofrenda, borregos diminutos…”. Faltar no falta de nada.